sábado, 14 de julio de 2012

DISCRIMINACIÓN

A PESAR DE ESTO LA MONEDA VA A SEGUIR CAYENDO...
Logra la honradez quien elige lo bueno y se aferra a ello con firmeza.
Para este logro los requisitos son: un extenso estudio, una
investigación precisa, una cuidadosa reflexión,
una clara discriminación
y una seria práctica de lo que es bueno.
Confucio
Como respuesta a una población planetaria en constante aumento, a algunos no se les ocurrió mejor idea que impulsar lo que se terminó conociendo como el "control de la natalidad"; expresión en la que, en realidad, deberíamos suplantar la palabra "control" por la de "restricción" y en algunos casos hasta por la de "eliminación".  Como eso no funcionó demasiado bien – y como tampoco se pudo establecer con demasiada confiabilidad quienes habrían de ser "controlados" y quienes no – se buscaron alternativas por otros medios.
A lo largo de esa búsqueda, parece ser que ciertos psicólogos y sociólogos descubrieron que la sociedad tiende a rechazar prácticas, costumbres y conductas que atentan contra su propia supervivencia. Un descubrimiento que cualquier manual de biología o etología les hubiera revelado ya en los primeros capítulos. Pero los sociólogos, y sobre todo los psicólogos, no estudian a Thomas Hunt Morgan [1] y a Konrad Lorenz [2] lo tienen directamente prohibido. Ni hablemos de los desarrollos posteriores en biología poblacional, o en áreas como la sistemática genética y la etología humana. De modo que, dejando tanto a la biología como a la etología olímpicamente de lado y echando mano al "discurso", estos buenos intelectuales construyeron un "relato" según el cual el rechazo de lo anormal no respondería a un impulso natural y propio de cualquier persona sana sino que se debería a un "mandato cultural" que exige "discriminar" a cualquier "alteridad" diferente. Con ello se planteó que, tratándose de un "mandato cultural", el rechazo debería ser reversible. Todo lo que se necesitaba, en teoría, era destruir el "mandato" responsable de la discriminación o bien, dado el caso, demoler incluso a la cultura misma que lo había generado.
La cuestión es que los especialistas en ingeniería social compraron la teoría y actualmente se gastan enormes sumas en lograr una población imposibilitada de reproducirse y, por lo tanto, incapaz de sobrevivir. Basta con repasar algunos presupuestos para constatar que se invierte mucho dinero en esto. En realidad, el costo de estas campañas no debería llamar demasiado la atención ya que semejante proyecto es, por fuerza, algo muy caro. No es fácil promocionar la estulticia. Hay que invertir mucha plata para lograr que millones de personas se opongan consciente y deliberadamente a leyes naturales vigentes desde que existe el planeta tierra — es decir: desde hace por lo menos trece mil setecientos millones de años. El disparate tiene una demanda sensiblemente escasa. Por lo tanto hay que crearla. Y eso no puede ser barato.
Efectivamente, es difícil encontrar a alguien dispuesto a pasarse el día tirando una moneda al aire para ver si alguna vez queda flotando en el espacio sin caer al piso. Nadie estaría dispuesto a hacer una cosa tan absolutamente inútil como ésa todos los días, y encima gratis. Para que lo haga habría que pagarle. Y pagarle bien. Nadie hace algo tan superfluo por nada. Es más: cualquier persona sana, común y corriente, con la posibilidad de realizar algún trabajo productivo, se negaría a hacer semejante tontería hasta por dinero. A menos, por supuesto, que se trate de mucho, mucho, dinero. Justamente por eso es que esta clase de campañas cuestan tanto. Solamente un tonto hace tonterías gratis. Pero las tonterías del tonto no convencen a nadie. Por lo tanto, para promocionar efectivamente una reverenda tontería hay que contratar a una persona inteligente y las personas inteligentes no hacen ni promueven tonterías. A menos que esas tonterías sean muy redituables. Y los inteligentes, además de inteligentes, sean también muy corruptos.
Por desgracia, sin embargo, los promotores de estupideces cuentan con otra fuente de recursos humanos que es prácticamente gratuita y casi inagotable: pueden recurrir a los ignorantes. Porque el ignorante, al desconocer supinamente las más elementales leyes que rigen el cosmos, puede llegar a cometer y promocionar estupideces hasta sin darse cuenta de la payasada que está protagonizando.
Y esto incluso admite gradaciones. Porque están los ignorantes lisos y llanos, que simplemente no saben – y no saben que no saben. Pero están también los ignorantes adoctrinados, que no saben – pero que se creen que saben. Son los que viven en el universo de las frases hechas, las ideologías predominantes, las consignas de moda, las teorías científicas indemostrables, las sensiblerías lacrimógenas, los postulados inverificables y las fantasías utópicas tan románticas como inviables.
Son los que creen que todo lo deseable tiene que ser posible; no importa el motivo por el cual se lo desea, ni las consecuencias de ese deseo, ni el precio a pagar por satisfacerlo. Y, si a pesar del más intenso de los deseos resulta que la cosa no es fácticamente posible – como por ejemplo lograr que la moneda quede flotando en el aire – los ignorantes adoctrinados creerán con fe imperturbable que, en algún futuro indeterminado, alguien ya le encontrará la vuelta al asunto para hacerlo posible. Por lo que propondrán muy sueltos de cuerpo que, mientras tanto, la solución del dilema está en comportarse como si ya fuese posible hoy mismo.
Así, la moneda caerá irremisiblemente al suelo porque le es imposible sustraerse a la ley de gravedad; pero el ignorante adoctrinado nos exigirá que nos comportemos "como si" estuviese todavía flotando en el aire porque así lo dicta una doctrina basada en expresiones de deseos, o una filosofía que "reinterpreta" la realidad para ajustarla a algún capricho intelectual. Con lo cual no haríamos más que suplantar un supuesto mandato cultural que no es tal por otro mandato cultural que sí lo es y que, encima, constituye un monumental disparate.
El hecho es que nuestra civilización ha quedado literalmente inundada por toda una marea de estos "como si". Por ejemplo, la observación más superficial y los datos científicos más básicos ya nos indican que los seres humanos son esencialmente diferentes. Sin embargo, el igualitarismo democrático exige con categórica impavidez que los regímenes sociopolíticos se constituyan "como si" fuesen iguales. En otras palabras: son desiguales pero hay que considerarlos iguales a pesar de lo objetivamente demostrado por  la realidad, porque quizás, de alguna manera, en algún momento – quizás dentro de un millón de años – alguien conseguirá hacerlos iguales.
Por ejemplo, por medio de la educación. Y si la realidad desmiente el mito liberal de la infinita educabilidad del ser humano y la actual educación no logra igualarnos a pesar de que los ahora llamados "trabajadores de la educación" se rompen el alma tratando de lograrlo, pues entonces se esgrime una buena excusa recurriendo al sencillo expediente de buscar la explicación en otra parte. Por ejemplo, en las diferencias socioeconómicas, en los diferentes medioambientes, en las subculturas localizadas, en los ya mencionados "mandatos culturales", en la alimentación durante la infancia . . . en el aire, en el agua, en los campos electromagnéticos o en las radiaciones cósmicas. En cualquier cosa menos en lo obvio: en las diferentes capacidades innatas, en la desigual distribución del talento, en las disímiles inclinaciones, percepciones, tendencias, idiosincrasias y predisposiciones naturales de las personas.
Según la teoría de los promotores del igualitarismo, el día en que todos recibamos exactamente la misma educación y la misma alimentación, tengamos la misma condición social y el mismo nivel económico, vivamos exactamente en el mismo entorno, bajo las mismas condiciones ambientales, respondamos a los mismos "mandatos culturales", hablemos el mismo idioma, gocemos del mismo sistema de gobierno con las mismas leyes aplicadas con el mismo criterio jurídico, consumamos la misma información y sostengamos las mismas opiniones – ese día seremos realmente todos iguales.
Dejando de lado ahora la enorme presión coercitiva que habría que ejercer sobre los 7.000 millones de habitantes que poblamos el planeta para lograr una utopía parecida a ésa, ¿se imaginan  lo mortal e insoportablemente aburrido que sería vivir en un mundo así? Imaginen lo que sería vivir en un mundo tan lineal como el electrocardiograma de un cadáver, uniforme como un hato de ovejas, parejo como el Sahara, monótono como el croar de una rana. En un entorno como ése hasta se volvería imposible cualquier discusión sobre cuestiones vitales y esenciales porque precisamente en lo esencial y vital todos tendrían que opinar lo mismo. Forzadas a vivir en semejante tedio, las personas con tan solo dos dedos de frente terminarían replegándose sobre sí mismas. Huirían hacia su propio interior, tratando de encontrar en su propia, solitaria, intimidad algún incentivo para la reflexión y la creación.
Quizás eso es, precisamente, lo que se pretende.
Quizás la idea detrás de la teoría es que nos repleguemos sobre nuestro ser interior, que nos desentendamos de todo y que, hartos y cansados de una mediocridad ramplona, dejemos el gobierno y la conducción de la sociedad en manos de quienes no solo saben muy bien que la utopía es completamente inviable sino que, además, se creen Elegidos y con derecho a sojuzgar al resto de la humanidad con una autocracia impuesta sobre la gris uniformidad de un rebaño aquiescente que nunca cuestionará el poder y los injustificables privilegios de una minoría parásita cuyos objetivos reales no tienen nada de utópico.
De cualquier manera que sea, el mayor problema con los modelos orwellianos no es, como muchos afirman, que resultan inquisidores y dictatoriales. El mayor problema es que – además de inquisidores y dictatoriales  – resultan tan aburridos que solamente un absoluto pelmazo se allanaría a vivir en ellos sin sufrir la tentación de la rebelión o el suicidio.
Pero un mundo igualitario, aparte de ser autocrático e insufriblemente aburrido, también sería un mundo tremendamente caro. Fíjense solamente en lo que nos cuesta en la Argentina un aparato tan perfectamente inútil e inoperante como el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI).  Cuando lo impusieron, allá por el 2005, bajo la gestión de Enrique Oteiza tenía 35 empleados y un presupuesto cercano a los 2 millones de pesos. [[3]] En septiembre del 2006, desembarcó en el instituto la abogada feminista María José Lubertino. Durante su gestión, el presupuesto del INADI se disparó a 19.7 millones de pesos y los empleados pasaron a ser unos 330.  Lubertino renunció en el 2009 para convertirse en legisladora de la Ciudad de Buenos Aires. La reemplazó Claudio Morgado y el presupuesto volvió a dispararse otra vez. Llegó a 49,2 millones de pesos con 550 empleados. [[4]] Pero después, Morgado se peleó (casi literalmente) a las trompadas con su vice, María Rachid, la actual titular de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales [[5]]. La trifulca obligó al gobierno a intervenir el Instituto y, desde entonces, al frente del mismo quedó Pedro Mouratian para administrar esos casi 50 millones de pesos y el más de medio millar de empleados.
Casi cincuenta millones de pesos por año y 550 empleados para obligarnos a creer que la conducta de un grupo de personas que no llega a constituir ni el 5% de la población total de un país [[6]] debe ser aceptado como "normal".  O sea que, si en alguna parte llego a observar que alguien perteneciente al 95% trata de un modo diferente a otro que pertenece al 5%, mi deber es ir corriendo al INADI a hacer una denuncia. Para eso están el 0800, la dirección de email, la página web, los casi 50 millones de pesos y los 550 empleados.
Lo gracioso es que al revés la cosa no funciona. Si alguien del 5% discordante discrimina a alguien del 95% normal, no hay ningún Instituto especializado para recibir la denuncia. Nada de eso. Lo que hay que denunciar es el caso de la persona que ha observado una aberración y luego se comporta como alguien que se ha dado cuenta de la anormalidad. Porque – al menos según las normas impulsadas por nuestros sabios legisladores – está prohibido darse cuenta. Frente a una desviación del comportamiento humano hay que hacer "como si" no la vimos, incluso si esta anomalía cae por fuera de dos desviaciones estándar de la media estadística normal. Se supone que, al no verla, no existe. La vemos, por supuesto, y nos damos cuenta de que la vimos porque, desde las profundidades de nuestro ser, dos millones y medio de años de existencia de la especie nos gritan que lo observado se aparta de la media normal. Pero no hay nada que hacerle: se nos exige que reprimamos nuestra reacción natural, casi instintiva, y la suplantemos por lo normado en un código legal escrito en beneficio del 5% de anormales.
Más todavía: hay anormalidades de las cuales se supone que ni siquiera tendríamos que haberlas percibido como anormalidades. Si por casualidad vemos a dos hombres o a dos mujeres haciéndose arrumacos en plena vía pública, se supone que ni siquiera tendríamos que darnos cuenta de que hay algo fuera de foco en el cuadro. A un viejito medio sordo no habría que gritarle. No sea cosa que le hagamos sentir que nos dimos cuenta de que es medio sordo. Tendríamos que hablarle como si estuviésemos en el pasillo de un hospital. ¿Que el pobre anciano no nos entendería ni jota? Eso no importa. Lo que importa es que no lo discriminamos. Y, en todo caso, el viejito no es medio sordo; solamente tiene una "capacidad auditiva diferencial". Con lo cual, es diferente pero el término "diferencial" nos permite evitar eso de "medio sordo" y, con una pequeña acrobacia intelectual y lógica hasta podemos llegar a decir que es diferente pero con una diferencia perfectamente "normal".
Es un galimatías, ya lo sé. Pero ¿qué quieren que le haga? Para expresar en forma adecuada lo políticamente correcto existe toda una neolengua orwelliana, con su propia terminología, ortografía y sintaxis.
En todo caso, hay que seguir tirando la moneda al aire, a ver si el esfuerzo de los constructores del relato produce el milagro de vencer las leyes de la naturaleza y la monedita se queda flotando en el espacio. El día en que eso suceda es posible que alguien no se dé cuenta de que una persona es homosexual, bisexual o transexual y la trate como si no lo fuera. O no se dé cuenta de que un óvulo fecundado es un ser viviente y lo trate como si fuera una verruga que apareció por accidente. Aunque la vida, terca como es, siga buscando la forma de superarse y de optimizar sus respuestas en un tenaz y continuo esfuerzo por favorecer la supervivencia.
Pero no me tomen demasiado en serio. Reconozco abiertamente que, (también) en materia de discriminación, soy un caso perdido. Porque discrimino. En la verdulería no elijo las manzanas podridas sino las sanas. En la ferretería me quedo con las herramientas bien diseñadas y descarto las inadecuadas. En la librería busco los libros bien escritos y desecho los plagios, las chabacanerías y los extravíos. No me entusiasman las historias feas. Tampoco las personas feas; y no me refiero al aspecto exterior porque la verdadera fealdad viene de adentro. Y no es que odie a esas feas personas, o a esas cosas defectuosamente constituidas. Para nada. De hecho – y lo digo con total sinceridad – creo que el odio es un sentimiento que no conozco en absoluto. Por más que haga memoria, no recuerdo haberlo sentido jamás. Cuando me hablan de odio, la pura verdad es que no sé de qué me están hablando. Hubo en mi vida, y hay, cosas que me producen rechazo; hubo, y hay, cosas que me hacen enojar por un rato; hubo, y hay, cosas y actitudes que desapruebo. Pero ¿odio? No podría definirlo haciendo referencia a una experiencia propia. Si me obligaran a precisar el concepto tendría que salir del paso recurriendo a lo que dice el diccionario de la RAE.
Me apena y me subleva tan solo ver que un mundo, que podría ser mucho mejor de lo que es, se está yendo literalmente al demonio por la destrucción que causan montones de estupideces aceptadas como grandes logros de una supuesta filosofía supuestamente humanista que, objetivamente y en los hechos, nos lleva de cabeza a la decadencia. Porque la decadencia es, por necesidad, destructiva. Y además, se vuelve especialmente violenta cuando, para lograr la declinación, se ve forzada a destruir valores. Es que solamente por medio de la violencia se le puede hacer tragar lo anormal a la casi totalidad de la humanidad normal.
Me dirán que tampoco nadie tiene derecho a despreciar y a hacer sufrir a personas que no tienen la culpa de ser lo que son, o de ser como son. Y estoy completamente de acuerdo. Pontificar anatemas, condenas, castigos y desprecios desde las encumbradas alturas de un juez que se cree inapelable es propio solo de quienes desconocen por completo las complejas profundidades de nuestra naturaleza humana. Pero me he salteado todo el aspecto ético y moral de la cuestión – y lo he hecho a propósito – porque, si bien ese aspecto es relevante (de hecho, muy relevante), aquí no estoy hablando de eso. De lo que estoy hablando es de la aceptación forzada de anormalidades que atentan contra la vida misma. Porque, en todo caso, una cosa es no hacer sufrir injustamente ni aplastar como a un insecto a alguien cuyas tendencias o conductas van de cabeza contra el más básico instinto de supervivencia de la especie, y otra cosa muy distinta es proclamar alegremente que esa desviación debe ser aceptada como algo normal y, sobre todo, inocuo.
Porque, entendámoslo de una vez por todas: la distinción entre lo normal y lo anormal no es una cuestión de opiniones. Es una cuestión simplemente estadística que hasta puede ser demostrada con números. La coerción de la ley que impone una mera opinión contraria a esa estadística objetiva, no por ser legal deja de ser coerción; es decir: violencia.
Y ya sería hora de ponerle un límite.
Cuando nos quieren imponer por la fuerza una reverenda estupidez, deberíamos rebelarnos. Las estupideces no dejan de serlo por el hecho que sean famosos quienes las dicen y muchos quienes las repiten. La cordura – y mucho menos la Verdad – no se establecen por voto democrático. Tampoco las dicta el Poder Legislativo.
Para empezar, no deberíamos comprar el relato. Hay que discriminar. Es más: no podemos dejar de hacerlo. Por de pronto, discriminamos a los corruptos de los honrados; a los vagos de los trabajadores;  a los mentirosos de los veraces; a los hipócritas de los sinceros; a los indignos de los dignos. Pero, si discriminamos negativamente, para equilibrar la balanza también deberemos discriminar en sentido positivo: reconociendo, respetando y ayudando a los talentosos, a los voluntariosos, a los geniales, a los ingeniosos, a los santos y a los héroes. Son los que más pueden aportar a la construcción de un futuro mejor.
Para no comprarnos el relato, lo primero que tenemos que hacer es no aceptar su terminología. No tenemos por qué caer de rodillas ante las expresiones supuestamente académicas de intelectuales que el aparato mediático convierte en famosos. Muchas de esas expresiones son simples gansadas y no tengamos vergüenza o pudor alguno en calificarlas de tales. Por ejemplo, la expresión "discriminación de género" es una idiotez. Género tienen la ropa y los sustantivos; los seres humanos tenemos sexo. Y el sexo, entre muchas otras características, cumple funciones tanto en la vida individual como en la social. Precisamente para escamotear esas funciones – que no se pueden negar – es que los grandes compositores del relato inventaron eso de "género".
Revaloricemos las diferencias desde el punto de vista de lo que más favorece a la vida y no desde el punto de vista hedonista que llama "felicidad" a todo lo que brinda el mayor placer con el menor esfuerzo durante la mayor cantidad posible de tiempo. Hay diferencias complementarias cuya conjunción fortalece y es fecunda: lo masculino y lo femenino; la mente y el músculo; la razón y la intuición; la velocidad y la resistencia; lo bello y lo útil; la justicia y la templanza; la prudencia y la fortaleza. Pero aquellas diferencias que no son complementarias de nada y que a la larga solo impiden, dificultan, obstaculizan, problematizan, debilitan y frustran, a ésas no haríamos nada mal en discriminarlas.
Claro; no hay ninguna obligación. Podemos no hacer nada. Podemos seguir como vamos.
Pero, a juzgar por los resultados que puedo comprobar todos los días, yo diría que no vamos demasiado bien.
Y si no me creen y prefieren seguir así, entonces miren a su alrededor. Pero miren bien; sin anteojeras; dejando todas las teorías de lado. Miren y observen lo que le está pasando a los seres humanos de carne y hueso que nos rodean.
Y después díganme ustedes como creen que terminaremos si seguimos aceptando que nos obliguen a no discriminar.

Denes Martos
02/Junio/2012


Notas

[1] )- Premio Nobel de Medicina 1933
[2] )- Premio Nobel de Medicina 1976
[3] )- Cf. http://www.perfil.com/contenidos/2011/06/09/noticia_0028.html - Consultado el 30/06/2012
[4] )- Cf. http://www.clarin.com/politica/presupuesto-multiplico-millon-dolares-mes_0_499750053.html - Consultado el 30/06/2012 
[5] )- Cf. http://www.lgbt.org.ar - Consultado el 30/06/2012
[6] )- Cf. http://www.vidahumana.org/vidafam/homosex/mitos.html - Consultado el 30/06/2012

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